Se me había ocurrido en una de esas tantas idas al baño. Aquella mañana estaba particularmente jediondo, no sé si algo habrá tenido que ver. La cosa era así: Andreina nunca me iba a parar bolas si yo no me atrevía a decirle algo, pero, ¿qué le podía decir a ella, que se las sabe todas y es fanática de Albert Einstein? Si tan solo me hubiese enamorado de Carlita, que el profe le pregunta cuánto es dos por tres y le da un cortocircuito en el cerebro. Y eso que es linda Carlita eh; pero no, yo tengo un nosequé con las sabiondas, y Andreina se las sabe todas. Entonces, ¿qué carajo le voy a contar? Dije que algo se me había ocurrido, ¿no?
Estaba en el baño, decía, y le daba vueltas al asunto mientras me enriquecía con la literatura de mi generación. “Sexo anal a este número”, interesante, pero no me inspiraba mucho. “Viva Cristo Rey, viva el perico” No estaba mal, pero algo faltaba. “Solo sé que no sé nada, A. E” ¡Carajo, nada!
El timbre estaba por sonar. Era ahora o nunca: estaban por iniciar los días de cierres de proyecto y eso es mentira que yo iba a poder sacar un chancecito para hablarle. Es que ella es así, va de aquí para allá, siempre apurada, como si tuviese que decirle al presidente de los Estados Unidos que el mundo se va a acabar. Si tan solo yo fuera el presidente de los Estados Unidos... probablemente le diría, “no se preocupe señorita Andreina Williams, ya tomé las medidas necesarias. Ahora, ¿no le gustaría usted conversar un rato, mientras tomamos un papelón con limón?” ¡Ah!, ¿Será que me alcanzan cinco bolos para un papelón?
Un momento. Volví a leer eso último, “solo sé que no se nada, A. E”. Y ahí se me ocurrió. ¡Pero claro! Andreina, Einstein, yo, los dos agarrados de la mano en el caney del chivo. Nadie en ese mugroso salón sabe quién es ese tipo: será como un secreto entre Andreina y yo. Listo, así será: Antes de que el profe pase lista y nos bendiga mandándonos a nuestras casas, pediré la palabra y ahí la suelto. Así, como quien no quiere la cosa. Luego, al salir, hablaré con ella sobre tantas cosas que nos volveremos novios al instante. Pasaremos las vacaciones en la Isla de Margarita y comeremos pescado frito. Ah, suspiré, ¿será que me alcanzan cinco bolos para un pescado frito?
De pronto me doy cuenta de que llevo casi media hora metido en el baño. Seguro que ya el bobote de Juan José anda diciendo cosas que no debería. “Ay, será que a Miguel se lo tragó la poceta, je je je”. Imbécil. Cuando llegue, me va a conocer. Salí del baño y caminé, sobrio, hasta el salón de clases.
Antes de entrar, vi que el profesor de matemáticas (y de castellano, geografía, biología, anatomía…) ya había llegado, y recordé esa maliciosa costumbre suya de formular operaciones a los que llegan tarde para que estos las resuelvan. Yo sabía mi vaina, pero qué pereza responderle al viejo ese. De la nada veo que se me cruza Carlita; también se le había hecho tarde. Iba apurada, intentando pasar desapercibida. Sentí un poco de lástima: la iban a fusilar. Dicho y hecho; apenas entró, se le exigió que recitara la tabla del siete, y la pobre Carlita sjsskjshkj (sonidos de cortocircuito). Hubo un coro de risas.
Yo, que venía pensando en formas de soltar mi frase, creí que podía vacilar al profesor y quedar como un sabiondo. Apenas entrar me pregunta: ¿Cuánto es dos por tres, miguelito? Fue vergonzoso, ¿cómo se le ocurre preguntarme eso, después de lo de Carlita? Así que respondí, con una seriedad absurda: “bueno, profesor, como diría Albert Einstein, solo sé que no se nada”.
No sabría describir mi confusión al escuchar la carcajada del viejo, seguida de la de Andreina, suficiente para provocar un nuevo coro de burlas.
“Mire, miguelito, mejor vaya y siéntese junto a su compañera Carlita, así a lo mejor entre los dos aprenden algo”. Cabizbajo, como quien se ha hecho un autogol y no sabe ni dónde está parado, me acomodé al lado de Carla.
—Oye, y ese Einstein es medio gafo o qué.
Dejé de mirar el pupitre para verla a ella.
—¿Cómo?
—Ay, o sea, y que no sabe nada, Si no sabe nada que no diga nada, ¿no?
Me quedé mirándola y pensé que no había escuchado algo tan inteligente en toda mi vida.
—Tienes toda la razón, Carlita. No sé si me alcanza, pero no te gustaría tomarte un papelón en el receso, y ahí conversamos sobre lo estúpido que es Albert Einstein.
—¡Me encanta el papelón!